Qué es un acto de contricción perfecta
Qué es un acto de contricción perfecta o de caridad
Existe la contrición perfecta e imperfecta.
Contrición proviene del vocablo latino contritio y alude al arrepentimiento.
Existen dos tipos de contrición
1.- La contrición perfecta o de caridad:
Es cuando el penitente, se duele por amor a Dios de sus pecados; es decir, cuando la persona siente tristeza o pena porque le falló a Dios.
“Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto como sea posible a la confesión sacramental”. (Catecismo de la Iglesia Católica, 1452)
2.- La contrición imperfecta o atrición:
Es cuando la persona se arrepiente de haber pecado por temor al castigo, a la condenación eterna; o bien, a otras penas, como el infierno.
“Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia”. (Catecismo de la Iglesia católica, 1453)
Existe la contrición perfecta e imperfecta, te explicamos en qué consisten:
Contrición proviene del vocablo latino contritio y alude al arrepentimiento.
El acto de contrición perfecta es una acción del penitente que es movido por el amor a Dios a dolerse de sus pecados; es decir, que la persona se siente mal de haber pecado por haber ofendido con sus actos a Aquel que es Amor infinito.
De acuerdo con lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica.
“Es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido, con la resolución de no volver a pecar”, así lo explica el Concilio de Trento: DS 1676.
Todo pecado es grave, porque el pecado establece una distancia entre nosotros y Dios. Dios no es quien nos aleja, pero nos da la libertad de alejarlo a El.
Y cualquier persona de la tierra utiliza esta libertad de una manera menos que ideal. Las Escrituras lo dicen claramente: “todos pecaron, todos están privados de la presencia salvadora de Dios”; (Rom 3, 23). “Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8).
El autoengaño es el peor tipo de mentira, porque agrega un elemento de falsedad a todo lo que decimos y hacemos. Es algo que opaca nuestra comprensión del mundo y de la gente que nos rodea. Hace que la realidad se vuelva irreal.
Cuando pecamos, nos alejamos de Dios y de la luz divina.
A menos que veamos a nuestro mundo —y a la gente a la que amamos— a la luz de Dios, no podemos hacer nada correctamente. El pecado nos obstaculiza. Perturba nuestras amistades, nuestra vida de familia e inclusive nuestro trabajo.
Todo pecado es grave, pero algunos pecados son más graves que otros (1 Juan 5, 16-17). Ciertas acciones son inmediatamente mortíferas para el alma, así como hay ciertas acciones que son inmediatamente mortíferas para el cuerpo. A estas transgresiones mortíferas las llamamos “pecados mortales”. El negar la fe católica es un pecado mortal. El asesinato y el adulterio son otros ejemplos obvios. Un pecado mortal es una acción mala que involucra materia grave y pleno consentimiento de la voluntad.
Otros pecados no matan inmediatamente el alma, pero la debilitan y la hieren. La tradición católica les llama a éstos “pecados veniales”. Sin embargo, deberíamos estar conscientes de que incluso estas ofensas, relativamente pequeñas, tienen consecuencias reales. Si hacemos un hábito de ellas, pueden, con el tiempo, destruirnos. Podemos llegar a pensar que ofender a Dios es algo normal. Las ofensas habituales y deliberadas, incluso si son relativamente pequeñas, con el tiempo llegarán a destruir una relación.
La buena noticia es que Dios no quiere que vivamos en el pecado y la miseria, y debido a eso nos ha proporcionado un “camino de escape” (1 Corintios 10, 13). El pecado puede ser una condición universal, pero no es inevitable.
San Juan nos dice: “Si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad” (1 Jn 1, 9). San Pablo aclara que la “confesión” es algo que “declaramos con nuestra boca” y no sólo con nuestro corazón y nuestra mente (Rom 10, 10).
Al darle a su clero el poder de perdonar los pecados (Jn 20,23), Jesús estableció una manera ordinaria por la que podemos buscar el perdón. Él nos facilitó mucho el acceso a una “vía de escape”. Nos dio el sacramento de la confesión —reconciliación— o penitencia.
Rosario de Mar a Mar