Virgen María trono de sabiduría

 

Virgen María trono de sabiduría

Virgen María trono de sabiduría: la sabiduría divina

La palabra Sabiduría tiene en la Sagrada Escritura varios significados: en primer lugar la Sabiduría personal o subsistente, esto es, el Verbo Divino, y Jesucristo como Hombre, ya que en Él la Humanidad creada estaba unida a la Divinidad en unidad de persona; en segundo lugar, la Sabiduría impersonal, hábito o cualidad de los seres inteligentes, y por último, la Sabiduría, Don del Espíritu Santo.

Bajo estos tres significados la Virgen María es llamada y es verdaderamente Trono o Sede de la Sabiduría.

El Evangelista Lucas concluye su Evangelio de la Infancia recordándonos que “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). Cuando la contemplación nos brinda la posibilidad de adentrarnos en este pasaje podríamos formular en estos o en semejantes términos la misma pregunta que San John Henry Newman se hacía comentando este título de las Letanías:

 “[…] si una intimidad con su Hijo tan cercana y continua produjo en ella una santidad inconcebiblemente grande, ¿no debió haber sido también grande, profundo, diversificado y completo, el conocimiento que obtuvo durante esos años al conversar con Él del presente, del pasado y del futuro, de modo que, aunque era una pobre mujer sin ventajas humanas, tuviese un conocimiento de la creación, del universo y de la historia que excediera al de los más grandes filósofos, un conocimiento teológico que superarse al de los más grandes teólogos, y un discernimiento profético que aventajara al más favorecido de los profetas?”.

Y, sin embargo, puede que el ser Trono de la Sabiduría condujese a María no tanto a obtener la sabiduría de este mundo cuanto aquella otra sabiduría que “se justifica con sus hijos”; aquella Sabiduría divina que habla...

 “no al mundo, sino a sus hijos, o sea, los que ya están bajo su instrucción y que, conociendo su voz, comprenden sus palabras, y son jueces conforme a ellas” (J. H. Newman, Sermón Universitario IV, 1).

 A las pruebas tendríamos que remitirnos. Si no, cómo cabría responder a un planteamiento como el que sigue:

 “¿Por qué nos sucede a menudo que no nos hallamos preparados para tomar parte en estas festividaades, sino porque no somos lo bastante buenos, porque el dogma es en nosotros una mera noción teológica y no una imagen viviente dentro de nosotros?” (J. H. Newman, Gramática del Asentimiento). 

O entender este argumento:

 “El hecho de la revelación es en sí mismo algo cuya verdad puede demostrarse; pero no por ello es irresistiblemente verdadero. Si no, ¿cómo es que hay quien, de hecho, se resiste? Existe una gran distancia entre lo que la revelación es en sí misma y lo que es para cada uno de nosotros. La luz es una cualidad de la materia, como la verdad lo es del cristianismo. Pero la luz no puede ser vista por los ciegos, y hay quienes no pueden ver la verdad, no porque la verdad tenga algún defecto, sino porque el defecto está en ellos mismos. No puedo convertir a nadie partiendo de presupuestos que ellos no me quieren conceder, y sin presupuestos nadie puede probar nada sobre nada” (J. H. Newman, Gramática del Asentimiento).

María es Trono de una Sabiduría que no tiene nada que ver con “una gran memoria” o con haber visto “mucho mundo”.

 La Sabiduría de la que es Trono María tiene más que ver con aquella otra Sabiduría con la que estaba adornada la Teología de los Santos Padres por la que los que la conocen a menudo experimentan “una viva sensación de crecimiento mental” (J. H. Newman, Sermón Universitario XIV, 17). 

Dicho de un modo más directo pero inspirado en los Padres: Esa sabiduría pastoral que responda a la pluralidad de situaciones con la que podemos encontrarnos a diario (cf. Directorio para la Catequesis, 65).

Para comprender bien las cosas conviene partir de un dato esencial:

 “La sabiduría es el último don del Espíritu, y la fe el primero” (J. H. Newman, Sermón Universitario XIV, 30).  Y en ambas se da un elemento común especialmente necesario para el hombre: ambas se distinguen perfectamente de todo tipo de “estrechez de miras”. Fe y sabiduría tienen un alcance tan amplio que “no hay ningún tema que la fe activada por la caridad no pueda incluir en su ámbito, sobre el cual no pueda formar un juicio y al cual no pueda hacerse justicia” (J. H. Newman, Sermón Universitario XIV, 40). 

No en vano “[…] la verdadera catolicidad, es decir, la plenitud del cristianismo, responde a todas las dimensiones de la indigencia de la naturaleza humana” (J. H. Newman, Sermón Universitario XIV, 45). De este modo se entiende con no poca claridad: 

“El hombre, al encontrar el amor de Dios en Cristo, no sólo experimenta lo que es realmente el amor, sino que igualmente experimenta de forma irrefutable que él, pecador y egoísta, no tiene el verdadero amor. Ambas cosas las experimenta en una: la finitud creatural del amor y su culpable entumecimiento” (H. Urs Von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe).

Ya quisiéramos haber podido auscultar los pensamientos de la oración de Aquella que es el Trono de la Sabiduría y, sin embargo, con sus mismas palabras a buen seguro que en sus oraciones irían siempre entremezclados estos y otros pensamientos:

 “Sea siempre objeto de nuestra plegaria y de nuestros esfuerzos la apertura para captar el conjunto de los designios de Dios, y el crecimiento ‘hasta que alcancemos la talla de la plenitud de Cristo’ (Ef 4, 13). Que todo prejuicio, seguridad en nosotros mismos, doblez interior, falta de realismo, absolutismo y sectarismo queden lejos de nosotros, gracias a la luz de la sabiduría y al fuego de la fe y el amor. Hasta que veamos las cosas como Dios las ve, con el juicio de su Espíritu y conformes al sentir de Cristo” (J. H. Newman, Sermón Universitario XIV, 48).

Rvdo. Sr. D. Adolfo Ariza Artiza

(Párroco de Nuestra Señora de la Aurora y Director del ISCCRR Beata Victoria Diez)

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